Reflexiones de café – Por qué necesito a un Pérez-Reverte. Entrevista.

Por Javier Calles-Hourclé.-

Pérez y Reverte. Dos palabras en color borgoña, sobre fondo amarillo viejo, encabezando la cubierta del libro pedido por la profe de lengua. El espadachín desviando una estocada prometía más diversión que el título: El capitán Alatriste. Los capitanes se llaman Nemo, Garfio, Ahab… Alatriste no tiene marketing. Lo van a limpiar a mitad de libro, pensé. Profético. Dos semanas más tarde, callejeaba por el sórdido Madrid del S. XVII junto al bravo español. Un superhéroe sin súper, sin glamour; de honestidad dudosa, fastidiado con la vida, pero aferrado a ella. Un héroe con su dosis de cal y de vizcaína. Un héroe en español. Le siguieron más novelas, ensayos, cine, documentales; luego la universidad y los libros de ciencia, el doctorado, los papers científicos y, así, esas dos palabras se perdieron en los intersticios de mi memoria.
Dieciséis años más tarde —azares de la vida— me instalo en España. En crisis, dicen. Aunque no lo suficientemente crítica para el estándar argentino. La tele muestra la terraza de un bar mientras suena la voz de Julio Iglesias de fondo. Un bajito con cara de bueno y esperanza en la voz pregunta a su interlocutor, que le responde con agria lucidez. Y recupero mis dos palabras para siempre.
No voy a mencionar los incontables méritos literarios de Arturo Pérez-Reverte, para eso están los críticos. Los que saben. Me interesa el tipo sentado en la terraza. El columnista punzante. A veces pendenciero. El hombre que, en sus palabras, ha construido su visión del mundo a través de «los libros, la guerra y el mar».
«Uno va a ver a Reverte con la misma emoción con la que se lee a los clásicos», me apunta Guillermo Garabito, columnista del ABC. Sentarse para entrevistar a Arturo y verlo fruncir ligeramente el ceño mientras rebusca entre los estantes de su archivo mental algún suceso apasionante de la historia que ha visto, es como arrimarse al fogón para escuchar e intentar capturar algo de la experiencia vital de esos abuelos que han vivido mucho. Pero este abuelo no es de mecedora, sino de alta mar. Quienes leen o escuchan a Pérez-Reverte ya conocen la fórmula. No se calla nada. Porque, como dice con sorna, «yo me bajo en la próxima». Tal vez por eso cada vez que opina se calienta el éter informático —llámalo X—, los improperios van y vienen, y la línea de producción de retuiteos se pone en marcha; mientras —me gusta imaginarlo— sentado en una butaca acaricia a Sherlock y ríe a lo villano Bond.
Ya he cruzado la barrera de los cuarenta, empiezo a rumiar las cosas, noto que la música de moda ya no me gusta —ni siquiera me parece música, en realidad—, me sublevo ante ciertas modas sociales absurdas, empiezan a sentarme mal las faltas de respeto y descreo de novedosas ideologías del pasado. Diagnóstico: me estoy haciendo mayor. Además, por deformación profesional —es lo que tiene ser de ciencias—, soy de los que creían que la experiencia acumulada a lo largo de miles de años, en libros, cine y documentales, sería suficiente para recordarnos lo frágil de las democracias libres, la hijoputez humana y los horrores de la guerra. Esa información, paradójicamente disponible en nuestros bolsillos, se ha olvidado. Y, en consecuencia, se agita en los mástiles de la ignorancia las sábanas de algunos fantasmas que conviene no sacar a desfilar. Aunque sí recordarlos y estudiarlos para no volver a caer bajo el embrujo de sus consignas fosilizadas. Ahí es donde entran los Pérez-Reverte.
Los necesito para que describan los horrores de la guerra conocidos de primera mano. No como ejercicio gore, sino como advertencia de la facilidad con que todo puede irse al carajo cuando ciudadanos poco preparados se dejan arrear por los avivados de turno. Necesito que me hagan un hueco en la trinchera de los que queremos seguir escribiendo en el mejor castellano —que seamos capaces— sin ser calificados como esbirros del heteropatriarcado o el nombre “inclusivo” que tenga eso. Que hagan fuego para cubrir el movimiento de los que todavía abrimos una puerta o cedemos el asiento, como gesto de cortesía, a una dama o a un caballero. Que formen en vanguardia, como los soldados viejos de los tercios, para rechazar los embates a los que quieren mostrar al mal o a la obscuridad del ser humano. Que toquen “carga” en trompeta para defender la importancia de la educación, de los Eneas y los Odiseos, del valor y la lealtad.
En su biblioteca. Su templo. Arturo reflexiona sobre «la incompatibilidad de un producto periodístico, cultural o educativo reposado y de calidad, desde la llegada de la televisión, internet y las redes sociales que, en la búsqueda de un público masivo, no cualificado, abaratan o rebajan mucho el nivel de calidad de lo que emiten». Razones que identificó en el periodismo que iba a venir y por las cuales comenzó la transición hacia la literatura; todo ello sin renunciar a las experiencias de la guerra, que llevó consigo al oficio de novelista. Destaca «la rentabilidad personal de acercarse al lado malvado de la vida» y del aprendizaje fundamental que se obtiene del mundo escuchando a un Hitler, un Stalin o un Pol Pot. «Luego lo matas, lo juzgas en Núremberg o lo ahogas en la bañera. Pero antes escúchalo».

Arturo es una puerta para entender a España, sus gentes, sus amores y sus odios. Especialmente sus odios, que explican buena parte de la Argentina y sus circunstancias. Conocedor de los españoles y los italianos, contraría la creencia de que el carácter volátil de los argentinos sea atribuible a la herencia italiana. «En cuanto a carácter, el italiano ha dejado más virtudes que el español. El italiano tiene algo de lo que el español carece: l’arte di arrangiarsi, el arte de entenderse, mientras que en el español se impone el rencor, el odio y la mala leche… El español se deja llevar más por sus odios que por sus intereses, y el italiano no… El caos es italiano y el odio es español… Es una mezcla muy peligrosa», concluye mientras ríe. Añade que el problema fundamental es la incultura. Agudizado por «el desmantelamiento cultural de los últimos veinte o treinta años, que ha creado generaciones de argentinos menos cultos en los que la agresividad, el caos y todos los vicios heredados de los países de origen, no han sido templados por el sentido común y la razón… Argentina está siendo privada de los sistemas protectores de la convivencia que la cultura hace posible… y eso lleva a lugares de los que no hay vuelta atrás».
Con la misma lucidez define la parte del amor que más le interesa: la amistad y la lealtad; desmenuza la dualidad del hombre aprendida de aquellos oficiales de marina encantadores, de los que se hizo amigo, y más tarde descubrió torturadores; describe la amargura que le provocó escuchar un grito de gol en las calles de un Buenos Aires pendiente del Mundial, mientras se rendía Puerto Argentino; reconoce el resurgimiento literario de Valladolid; y analiza otros temas.

Dejo atrás su biblioteca cargado de aprendizaje. De la visión compleja del mundo que se construye mochila al hombro y no desde la pantalla del celular. Y agradezco a mi profe de lengua por haberme enseñado esas dos palabras que tanto iba a necesitar.

Autor: Javier Calles-Hourclé (43) / Valladolid, España.
Ilustraciones: Javier Calles-Hourclé, Arturo Pérez-Reverte.
Contacto: javier@calleshourcle.com
Twitter: @javcalles
Canal: @ReflexionesDeCafeOk

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