Reflexiones de café: El festejo

Flanqueada por soberbios representantes de arquitectura italianizante y clásica, donde actualmente se alojan el Ministerio de Relaciones Exteriores y de la Mancomunidad de Naciones, y la Tesorería de su Majestad –sabrá Dios, o el diablo, lo que los hijos de la Gran Bretaña guardan en este último–, la señorial King Charles Street, desemboca en una escalinata presidida por la efigie del I Barón Clive de Plassey que otea la frondosidad del parque Saint James al otro lado de Horse Guards Road.

A un lado de la escalinata se distingue una discreta y oscura mancha que, pese a desentonar con la majestuosidad del lienzo, invita a detener la vista sobre ella. Las letras color bronce anunciando «Churchill War Rooms» y un cartel con la foto en blanco y negro del Bulldog Británico, haciendo su característico gesto de la V de la victoria, marcaban la X que estaba buscando. Unos pocos escalones y unas no tan pocas pounds abrieron las fauces de aquel animal de hormigón y acero que cobijó el centro neurálgico del mando británico durante la II Guerra Mundial.

El emplazamiento, bajo las calles de Londres, se revela como un laberíntico inframundo de modestas oficinas, salas de reuniones, cocina, baños, espartanos dormitorios comunes y privados, salas de comunicaciones y un extenso número de dependencias necesarias para alojar el personal encargado de recibir, procesar y transmitir toda información imprescindible, y altamente secreta, para la conducción del esfuerzo bélico durante los aciagos días del Blitz.

Destacan la célebre y ultra secreta sala de mapas, equipada con coloridos teléfonos encriptados y tubos neumáticos que transportaban pequeñas cápsulas con mensajes; el baño privado del primer ministro, que en realidad era una sala telefónica secreta con línea directa al presidente Roosevelt; el austero dormitorio privado de Churchill, desde el que transmitió algunos de sus discursos; y la sala del gabinete, en la que debatía acaloradamente con sus ministros, consejeros y jefes de las tres ramas de las Fuerzas Armadas de su Graciosa Majestad –aunque por aquellos días poca gracia tendría Jorge VI–. De todos los objetos allí exhibidos, me asombró la silla de madera que ocupaba Churchill en la sala del gabinete. No por su elegancia, de la cual carece, sino por las profundas marcas que había dejado el primer ministro, con sus manos, en los extremos de los brazos de la silla durante las tensas reuniones que allí se celebraran.

Aquella misma tarde, ya en el hotel, los medios argentinos me regalaban una de esas noticias que dan el mismo gusto que un cálculo renal: el estrafalario e inoportuno festejo de los militantes del espacio político que lidera Sergio Massa tras su asunción como flamante ministro de Economía, en medio de uno de los peores momentos económicos y sociales de la historia del país.

Al repasar la secuencia, la reacción del festejado, interrumpiendo los cánticos, por un instante me devolvieron una esperanza que inmediatamente daría por perdida al comprender que, de ningún modo, el pedido atendía a guardar las formas frente a la demasiado castigada ciudadanía; sino a evitar las posibles molestias que pudiera generar a sus socios en la coalición de gobierno. Recordé algunos de estos cada vez más frecuentes, inapropiados y desmesurados festejos. Como el protagonizado por el ex ministro González García al recuperarse el rango de ministerio para la cartera de Salud y otros de igual estilo, del todo impropio, para quien se le asigna un servicio público. Ni que decir cuando esto ocurre bajo una situación crítica.

Todavía empapado de II Guerra Mundial, viajé imaginariamente al tiempo en que Sir Winston Churchill fuera elegido primer ministro del Reino Unido. Mayo de 1940. Alemania se había apoderado de Noruega y Francia pendía de un hilo. Hitler lanzó su ofensiva de “blitzkrieg” en Europa occidental el mismo día en que Churchill se convirtió en primer ministro. En cuestión de días, los alemanes avanzarían rápidamente alrededor de las líneas francesas a través de los Países Bajos. La situación se tornaba desesperada.

Imaginé los sentimientos del flamante primer ministro. Sin duda habría espacio para el orgullo, pero apostaría por un abrumador sentido de la responsabilidad en primer lugar. La magnífica película «Las horas más oscuras», protagonizada por un soberbio Gary Oldman, muestra una verosímil escena del íntimo y modesto festejo familiar que habría tenido lugar tras la obtención del cargo. Nada más alejado de nuestra realidad.

Sin el menor deseo de caer en la mojigatería, es justo diferenciar la magnitud de un conflicto bélico a escala global de un desastre macroeconómico y social, los usos y costumbres de mediados del S. XX a los actuales y el flemático carácter británico frente al impulsivo de nuestras gentes. Sin embargo, me sigue costando digerir la vulgar algarabía que exhibe el funcionariado público de los últimos años. Por muy argentinos y futboleros que nos autopercibamos ­–ya que está de moda la palabrita–, no todo ha de festejarse como si acabásemos de ganar el mundial o si estuviésemos en un recital de los Redonditos de Ricota.

Hablo de una concepción formal de la administración publica. De ser y parecer. Y de no encontrar una justificación para la fiesta. A menos que no pretendan ocultarnos la alegría por las prebendas adquiridas y dejarnos claro que la sangre, el esfuerzo, las lágrimas y el sudor, a las que se refiriera Churchill en su discurso como flamante primer ministro ante la cámara de los comunes, sólo serán para los infelices ciudadanos de a pie.

Autor: Javier Calles-Hourclé (41) / Valladolid, España.

Ilustración: BiblioArchives / LibraryArchives – Flickr: Sir Winston Churchill, Public Domain, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=41991931

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