Tato Corte: Pasión por la cerámica y los pueblos originarios

Tato hornoSe dice que el nombre marca la personalidad de quien lo lleva. En su documento figura como Arturo Corte. Arturo, se diría, suena fuerte. Pero todo el mundo lo conoce como Tato Corte. “Esto viene porque a la joven colla que me cuidaba, cuando yo tenía unos dos años, yo le decía Tata y a la vez, ella me llamaba Tato”. Y Tato, despierta calidez. Es que en Tato Corte, se conjugan fuerza y calidez. La fuerza puesta en su entrega y la pasión que impone desde el sur a la Puna a los pueblos originarios y la calidez, que irradia en cuanto se lo conoce. Dos elementos que resaltan en éste hombre alto con su admirable porte y toda esa onda que da a un auténtico artista: Peinado informal y barba blanquecina que se deja ver, remiten claramente al maestro, del que se aprende, se lo respeta y admira. Y sus manos fuertes y precisas de amasar y modelar la arcilla.
Ya, como un chiquito bilingüe y curioso -creció hablando ingles-, en Evanston, Illinois, EE.UU. Su madre lo llevó a aprender alfarería. Al niño le encantó enseguida. “Fue por una buena sugerencia de mi madre. Vivíamos allá llevados por la profesión de mi padre”. Allí, sus primeros impulsos creativos encontraron su cauce “yo asistía al taller de un conocido ceramista”, recuerda. Volviendo a su Mendoza natal, en ocasión de las vacaciones de verano en EEUU, asistió por dos meses a la Escuela de Cerámica de Cuyo. “Tenía yo diez años”, y a partir de entonces lo atravesó el hechizo por la cerámica.

tato soloDe retorno a la Argentina, retomando el hilo de la cerámica, Tato Corte estuvo en la fábrica Colbo Gres Cerámico de Mendoza. “Luego fijamos domicilio en Bahía Blanca”. Después de la conscripción, en el año ’71, se inscribió en la Universidad Nacional del Sur. Viviendo a fondo en función de lo que amaba, “necesitaba hacer unas materias, porque de hacer toda una carrera universitaria, faltaría el involucramiento físico, psíquico. A la vez empecé como ayudante en el taller de Cacho Martín, de a poco fui haciendo las tareas: Yo cargaba los hornos, preparaba la pasta, ayudaba a los chicos. Mientras tanto aprendía a trabajar en el torno, eso constituía para mí un descubrimiento importantísimo. De ahí en más, después de pasar por la fábrica Colbo Gres y asistir al taller de Cacho Martín me sentí realmente, ceramista”.

Asistiendo a la universidad, era el año ’75, previo al golpe de Estado, de pronto, un inesperado episodio se desató sobre su vida: “Caí detenido porque repartía volantes en contra de un golpe. Por lo tanto fue una detención legal no siendo un secuestrado desaparecido, salí libre de culpa y causa a disposición del Poder Ejecutivo. Por lo que permanecí preso durante tres años y medio. Fue durísimo”.
Luego estuve como Ayudante en Economía, en otro instituto donde estaba estudiando”. Al momento, decidido fue a ver al ingeniero José Emilio Gantzen, “porque soñaba con tener un horno a gas como el que el ingeniero tenía”. Entusiasmado y a puro empeño, “ese mismo día me puse a trabajar en eso. Fue el primero que hice, tardé seis meses en construirlo. Lo encendí en enero del ’79. A partir de ahí me consideré como profesional de la cerámica. Gantzen era muy habilidoso, había sido oficial superior de la Marina, ingeniero civil e ingeniero mecánico y que eligió para que en los últimos años de su vida hacer lo que más le gustaba, ser ceramista”.
En búsqueda de un hueco para el placentero relax, “fui a tomar mate al muelle de Cerri”. Concentrado en la observación de la arena y en los sutiles movimientos del agua, casi en estado de meditación, de pronto y acaso por la magia de la yerba mate, cayó en la realidad en la que estaba registrando sus ojos y casi al límite del grito se dijo: “Eso es arcilla –celebró el hallazgo con un mate más, recogió una buena porción- y ya me la llevé al taller, (Año 79). Una campanita fue la primera pieza que hice, aun la conservo. Claro está, la horneé con la arcilla de la ría. -A través esa revelación-, “me di cuenta que había comenzado algo importante, pero muy importante en mi vida”, enfatiza.
Se convirtió entonces, en pionero en trabajar con arcillas locales y a quemar con horno a leña, “como siempre yo había querido. Me dediqué a estudiar todo lo relacionado con este material, trabajar con él y cocinar a distintas temperaturas. Comencé a soñar con inventar y desarrollar ciertos de instrumentos para permitir que cualquiera pudiera hacer cerámica sin tener plata”.
Sin darse respiro ni virajes en que quería realizar eso y no otra cosa, el devenir le presentó su costo: “Puedo decir que en ese tiempo, fue muy difícil ganarme la vida. Vivíamos en la casa de mi madre hasta que pudimos alquilar. Yo que en principio no quería dar clases, y mi esposa quedó prescindible de la docencia. Fue muy duro. Vendíamos piezas sueltas”. Sin embargo, se le presentó la oportuna y menos pensada la salida laboral: “Hicimos ceniceros para restaurantes y a la gente le gustó esa pieza, tanto, que algunos comensales se la llevaban y a otros, como una atención, se las regalaban”.

Entre esa andanada de experiencias, cabe decir que definitivamente Tato, de su culto a la cerámica hizo una forma de vida. En tanto, crece en él fuerte deseo de investigar acerca de la cerámica de los pueblos originarios, “como la mapuche, más que ninguna otra, -dice-, porque fue la que encontré en los museos. Quería saber todos los secretos que habían transmitido los ancestros.
En primera instancia, empecé a dibujar las piezas que había en los museos como en Neuquén, la colección que pertenecía a Gregorio Álvarez. Piezas que luego las trajo el doctor Rodolfo Casamiquela cuando dictó unos cursos en Bahía Blanca”.
Y en Bahía precisamente, con sus antenas en alto, Tato se dedicó a buscar gente mapuche. Encontró a varias personas, entre otras ya conocía a don Ignacio Cheuque, “quién podaba las plantas en la casa de mi mamá y conocí también a su mujer, Manuela Meliqueo. Si bien ellos no eran ceramistas, habían visto a sus padres trabajar las piezas”. -Poco a poco, ablandando sus memorias-, “me fueron relatando como lo hacían”. Ya entonces, a través de ese abordaje, Tato Corte se siente totalmente comprometido con los pueblos originarios. Imparable, articula su misión construyendo un armado de lazos con el fin de hacerlos visibles, apuntando a la autoestima y a promover la justa valoración de sus productos.

Una cosa se fue empalmando a la otra, al punto de, “Llegué a conocer también, a través de una maestra a Doña Lugencia Quichel, que había sido alfarera. Ella vino caminando de Chile a la Argentina. Fue la que me pasó datos muy precisos acerca de la cerámica mapuche, que no estaban escritos. Como el del uso de la leche, con el propósito de manchar hojas y plantas. Confiaron en que ese procedimiento yo lo iba a difundir”. Acaso el maestro, con la pretensión de concederle nueva vida a la cerámica, -señala-,“empezamos a hacer cursos sobre la cerámica originaria. Armamos un horno a leña muy sencillo y a usar la arcilla del lugar. Con ese objetivo anduve por el sur argentino”.
Arribó a la provincia de Río Negro, Maquinchao e Ingeniero Jacobacci, configuraron un circuito propicio. Con sus sueños a cuestas, recorrió rutas, caminos y las huellas, trazadas como el rastro de aquellos cuyos pasos se repitieron sobre el polvo y el barro.
Apareció al cabo, esta figura fuerte, con gesto acaso adusto en la primera instancia del cara a cara. Que sin embargo, prontamente se ajustó a las asperezas de los climas, escuchó el persistente silbido del viento y apreció el vuelo de los pájaros. Y más que eso, alcanzó a oír que esas aves anuncian los acontecimientos que asomarán a las vidas de los habitantes. En ese cuadro natural, de mañanas vigorosas, radiantes y oscuras noches llenas de misterios. Noches en que ciertos ancianos dicen percibir sombras que soñando, huyen veloces esfumándose en los matorrales escapando de los embates del demonio blanco. En esos espacios, encontró gente curtida que en esos encuentros descomprimían el silencio, aflojaban ese halo de timidez y desconfianza, que los acompañan desde siglos. En un entorno de respeto y total sintonía se abrían las preguntas. “Pero debo decir que principalmente, además de enseñar pude aprender acerca de cómo ellos realizaban sus piezas. Como la experiencia extraída anteriormente en las villas de Bahía Blanca donde se encuentran muchos mapuches. Todo era un ida y vuelta”. Esas narraciones, calaban hondo en Tato. “Yo trataba de registrar todo lo que podía. –confiesa-. Después fui contratado para divulgar su cerámica”.

Empezó a dar clases en su taller emplazado al final del largo terreno, en el que al frente está su casa donde vive con su esposa, un hogar frecuentado por sus hijos y nietos. Allí lo encontramos, rodeado de todos los elementos que sólo un ceramista puede tener. Donde con trabajo e inspiración logra crear piezas que debido a su impronta parecen cobrar vida. Y como es fans del té verde, con amabilidad, ahí no más, nos ofreció la infusión que en el particular jarro de su autoría, incluye un agradable plus al sabor genuino de la hierba, “He formado a muchos ceramistas. Además, fui docente y asistente técnico en la provincia de Buenos Aires desde 1983 hasta el 2000. También en Carué se volvió a hacer cerámica originaria. Como en Coronel Suárez, luego en Coronel Dorrego, desde los años del ’85 al ’92. A la sazón se armó un grupo donde estaba Bent Larsen, un descendiente de daneses que se convirtió en un notable ceramista. Como también Manuela Catrilof, una tejedora que a partir de entonces abrazó la alfarería con gran pasión”.

Así, una cosas empalmadas: En Tres Arroyos, hacia donde extendió sus clases, en el ’92, en ocasión de la celebración por los 500 años de la conquista de América, “hicimos un contra festejo” señala. Evidenciando sus sentimientos, deja en claro que a la nefasta noche de los siglos, la memoria nada ha dejado atrás. Es que este maestro, se siente uno de ellos. Consciente de que ese mundo está inscripto en sus genes: “Yo he tenido entre mis antepasados una abuela cuyo origen venía de los pueblos originarios”. Y ese sentimiento se extiende hacia aquellos hombres, mujeres y niños que después de haberse consumado la conquista de América, quedaron más indigentes que nunca, ya que no pudieron ni siquiera gozar de sus tierras, afectados por toda clase de abusos, crueldades y muerte.

“Cuando llegué a Artes Visuales, en el año ’99, me invitaron a dar un curso y después me piden que redacte una propuesta para la carrera de cerámica en el año 2003, de la cual soy docente en cuatro materias.
Los ceramistas tenemos una característica en la Argentina y en el mundo, somos muy propensos a encontrarnos. Venimos haciendo encuentros nacionales de Cerámica llamados ENACER desde 1988. Funciona cada dos años, ya llevamos 14. En realidad es un conjunto de encuentros y simposios, como el efectuado en Bahía Blanca y en Avellaneda como el del Barro Calchaquí.
Hay mucho intercambio, cómo qué técnica usamos. Qué dificultades tenemos. Es decir que nos gusta trabajar en común, así, como quemar y levantar las piezas.
Como cuenta el maestro, de hecho: Gastón Contreras, organizador de San Carlos, Salta, invita desde hace varios años a una alfarera y a su familia de Casira. Casira es un pueblo de la Puna que está a 3.700 metros sobre el nivel del mar, lugar muy seco y a su vez muy caliente cuando pega el sol, la población está situada muy cerca de la frontera con Bolivia.

Barro Calchaquí
“En los encuentros, se empezó a hablar de la importancia de valorizar la cerámica de Casira. “Ya que es una cerámica que en esa comunidad la realizan desde abuelos a nietos. Viene de la época incaica. Es una población quichua que debe anteceder a la llegada de los conquistadores. Era un lugar despoblado y los incas decidieron poblar la Puna como una medida estratégica de ocupación de territorio”.

De modo que 14 personas viajaron a Jujuy. Tras recorrer tantos kilómetros se plantaron de una vez cara a cara con la Puna. “No íbamos a enseñar nada, nuestro propósito era encontrarnos y aprender de lo que hacían los lugareños y mostrar lo que nosotros sabemos hacer. Antes de llegar encontraron hospedaje en una escuela secundaria que ha elegido como modalidad artística de la cerámica, lo importante, es con el objeto de reforzar la protección ceramista”.

El grupo estuvo cinco días compartiendo con ellos, y seis jornadas entre ida y vuelta. “Dormimos precisamente en esa escuela del pueblo vecino. La cerámica que realizan es increíble. Son las famosas ollas de Casira de color rojo con manchas negras, marrones, amarillas, azuladas, fruto de la quema que ellos hacen con la bosta de la llama y de la vicuña. Allí hay muchas manos trabajando en el sentido que todo el pueblo está en esa tarea. Esa función fue evolucionando a partir de la experimentación de la cultura de esas mismas comunidades.
Descubrieron varias cosas en realidad, “en primer lugar, ellos hacen una pasta que la trabajan con agua al sol, que después las piezas no se rajan y en un día pueden levantar una pieza muy grande y encima de paredes muy finas.
Tienen una modalidad que acá no se puede hacer porque no tenemos el sol de la puna que está a tanta altura sobre el nivel del mar donde la atmósfera es limpísima, no hay polvo, no hay nada.
Son piezas que han atravesado siglos pero en el último tiempo van camiones a comprar. Pero para ellos las cosas no son fáciles. “Generalmente ellos no vendían las piezas por dinero sino que intercambiaban por bienes”. Muchas veces a esa gente se la ha explotado. También el problema radica en que la población está en un lugar difícil de llegar”, sostiene
La alfarería estaba considerada como una tarea menor, subvalorada. “ Nuestro objetivo es que se la reconozca y se la valore”, enfatiza Tato. Además sugiere que nuestra, cerámica debe despuntar como un elemento saliente, vinculado a los pueblos originarios que como tal, merece trascender en el mundo como un referente más de Argentina. Qué más se puede decir de la excelencia de las ollas de Casira. Sin ir más lejos fue claramente demostrada por una de las chicas que realizó el viaje integrando el grupo. Su estrategia estuvo: “En introducirlas 20 veces al más alto rigor del fuego para pasarlas de modo inmediato por agua fría. Increíblemente, sin que se rompieran”, explica Tato Corte, un tanto conmovido.

Por: Blanca Visani

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