La maldición argentina de ser hoy un representante de la clase media

Por Beatriz Sarlo | LA NACION

Fuertes cruces por los alcances del cacerolazo

Dividen al kirchnerismo las críticas al cacerolazo

«Se está perdiendo un poco la paciencia»

Cuando Raúl Alfonsín ganó las elecciones presidenciales, en 1983, se esperó ansiosamente que los peronistas hablaran por televisión reconociendo la victoria. Mucho parecía depender de ese reconocimiento, que iba a dar legitimidad a los resultados. Hacia media noche, el ensayista Jorge Abelardo Ramos (de quien descienden Jorge Coscia y Ernesto Laclau) apareció en las pantallas desconfiando todavía de los escrutinios parciales: «He visto a gente festejando por la calle Santa Fe, vestidos con Pierre Cardin». Ramos era un provocador, pero la frase con la que quería desacreditar un posible triunfo de la UCR tiene una historia que se prolonga hasta el presente.

Invalidar una manifestación por la composición social de sus integrantes fue un tipo de discriminación que se difundió precisamente para atacar al peronismo. Vittorio Codovilla, dirigente del Partido Comunista, calificó a las masas movilizadas por Perón el 17 de octubre como una multitud de marginales y lúmpenes. La oposición a ese primer peronismo reduplicó esa apuesta discriminatoria: negros, cabecitas, fueron los sustantivos que usaron los «cultos» para designar a los obreros.

Décadas después, el lenguaje de la discriminación vuelve a utilizarse para describir a los manifestantes del jueves pasado. De nuevo, las calles que se mencionan son Santa Fe y Callao como centro místico de la convocatoria. Si ese lenguaje podía describir adecuadamente la anterior movilización de caceroleros, que fue pequeña y poco entusiasta, no parece el más adecuado para la última. El cruce emblemático de las dos avenidas de Barrio Norte tuvo decenas de espejos en las ciudades argentinas.

Sin embargo, las críticas kirchneristas a la movilización del jueves se apoyan en datos y citan consignas indiscutiblemente escritas en las páginas de Facebook que propagandizaban la convocatoria. Allí se ha usado el lenguaje del odio contra los planes sociales y la asignación universal («planes descansar» y «asignación para coger», entre otras frases), que no salió de la cabeza de Cristina, sino de una iniciativa presentada, hace años, por Elisa Carrió. Este despiste ideológico, la antipatía contra la política y el encierro dentro de los propios deseos indican el terreno fracturado en el que se mueve la protesta.

Por televisión algunos relatores periodísticos se entusiasmaron recordando la «primavera árabe». No recordaron, sin embargo, quiénes ganaron las elecciones en Egipto después de esas movilizaciones de masas. Por televisión también se subrayó la ausencia de toda interpelación política. Se olvidó, sin embargo, que es la política la que puede dar una continuidad a las reivindicaciones de quienes se movilizaron el jueves.

LA LECCIÓN DE 2001

Todo sucede como si no tuviéramos la posibilidad de aprender de 2001: si se rechaza la política, lo que se consigue, finalmente, es o el activismo permanente (difícil de sostener en una sociedad como la argentina) o la volatilización de las energías llevadas al espacio público, que encuentran muchos obstáculos para seguir allí sin organizaciones.

Las manifestaciones «espontáneas» tienen todos los problemas de la ausencia de la política que, al mismo tiempo, rechazan. Un verdadero dilema que queda de manifiesto cuando se mira el paisaje español, donde son los partidos, rechazados en gigantescas marchas, los que siguen definiendo el futuro inmediato, imponen un ajuste implacable y no escuchan el mensaje de los indignados.

¿Por qué se sostiene el kirchnerismo? En primer lugar porque ocupa por completo, casi sin fisuras, el aparato administrativo y económico del Estado. En segundo lugar, porque se apoya en una vasta organización territorial, que representa a ese Estado en los últimos rincones de la sociedad, donde viven los que más sufren y los que más necesitan.

El aparato kirchnerista no permite desbande ni desmadre. Este arte de la movilización lo conocen bien los peronistas y fue su legado póstumo a Cristina Fernández.

La movilización del jueves pasado mostró a sus integrantes lejos del Estado y del Gobierno, contra el que protestaban, pero también lejos de una armazón que pudiera abrirles el camino del mediano plazo. La política es complicadísima. Nada es menos instantáneo que sus expresiones.

Todo esto es sabido y parece antipático recordarlo ahora, justamente cuando el periodismo oficialista hace una discriminación de clase para acusar a los manifestantes, como si las capas medias no tuvieran el derecho de presentar sus reclamos.

Solitario, aunque también cediendo a la tentación de hablar de «gente paqueta», Horacio González, director de la Biblioteca Nacional, puso un alerta en su propio campo: «El Gobierno no debe descuidar esto. Es necesario tomar nota de esta importante movilización con cuyos fundamentos no estoy de acuerdo».

Podría decirse que la manifestación del jueves puso en escena un drama de clases. Sin duda, hoy ya no se habla más en esos términos, pero lo que sucedió evocaba ese tipo de divisiones.

Los manifestantes, que provenían de ese vasto sector con muchas diferencias que son las capas medias (que comienzan, recordémoslo, con salarios de 5000 o 6000 pesos), no protestaban solamente porque no podían comprar dólares. Llevaban otras consignas y convertirlas a todas ellas en un pretexto que cubría las ganas de tener divisas a precio oficial implica despreciarlas por completo. Es la versión simétrica a la de quienes afirman que los asistentes a manifestaciones kirchneristas van «por el plan y por el choripán».

Si esa frase es repudiable en el caso de los sectores populares, es igualmente repudiable cuando los que salen a la calle son los ciudadanos que no viven en Soldati. La clase media no debe convertirse en una clase maldita. Conoce sus intereses tanto como los conocen los sectores populares. De ellos los separa un vacío: la ausencia de una política progresista que los exprese generosamente.

Una vez más, éste es el drama. Detestar al kirchnerismo no produce política. Y hoy, en cualquier lugar del mundo, afirmar la primacía absoluta de los derechos individuales (yo hago lo que quiero con lo mío) es una versión patética y arcaica de lo que se cree liberalismo.

Es injusto hacer responsables a los manifestantes de lo que les falta y les sobra a sus consignas. Su movilización indica que hay allí fuerzas dispuestas a jugar en el espacio público.

La responsabilidad cae del lado de intelectuales y políticos que no articulamos una interpelación progresista, democrática y autónoma. No supimos escribir las cosas mejor que en Facebook.

 

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